27/06/2016 FOTOGRAFÍAS: CARMEN ARROYO
CARLOS FLORES LEÓN-MÁRQUEZ @carlosfloreslm
Han pasado dos años de la muerte del maestro, ocho meses desde que Madame Vigas no pisaba suelo venezolano por impedimentos de salud y apenas unos pocos días desde que su hijo Lorenzo recibiera el León de Oro de Venecia; pero aquí está Janine, enérgica luego de la pausa, ahíta de los colores de Oswaldo
“Yo soy Janine, nada más que Janine”. Así responde a las primeras de cambio, pero suave, serena, sonriente, dulce. “Mamá no me dio otros nombres, ni mi papá tampoco; así que solo Janine Castès de Vigas”. Y lo hace aquí en Los Dos Caminos, Caracas, Venezuela, a pocos días de su regreso de Francia, donde al fin esta conversación se consumó. “Estimado amigo, Dilia Hernández, directora de la Fundación Oswaldo Vigas, acaba de transmitirme su mensaje. En primer lugar, gracias por no haberme olvidado porque llevo casi un año entero fuera de Venezuela por problemas de salud que, por la situación actual del país, me aconsejaron tratar en Francia. Si no me retraso mucho, pienso que estaré de nuevo en el país en marzo. Pero supongo que no desean esperar tanto tiempo para entrevistarme. La solución sería por escrito o por teléfono. Encantada estaría de conversar sobre el tema que propone. Très amicalement à vous, Janine Vigas”.
La primera línea le devolvía la cortesía: “Celebramos que los heraldos hayan tenido la cortesía de anunciarnos. Y sería imposible olvidarla: los estandartes no se olvidan”. El resto es un relato que arranca en su niñez, pasa por la adolescencia, su adultez cuando se enamora del gran pintor y desemboca aquí y ahora.
“Yo nací el 15 de junio de 1935 en Montauban; soy géminis. Montauban es una ciudad bellísima a cincuenta kilómetros de Toulouse, Suroeste de Francia, donde se come muy bien, donde se hace el foie gras. La mía fue una infancia compartida entre mi ciudad natal y París, porque mis padres se mudaron rápidamente allá. Pero como yo era muy chiquita durante la Segunda Guerra Mundial, entonces pasaba mucho tiempo, vacaciones y todas esas cosas, inclusive toda la guerra, en casa de mis abuelos en Montauban, que estaban retirados ya”. ¿Y desde entonces mostró Janine alguna sensibilidad por las artes? “Yo diría que más bien por el espectáculo, porque me cuentan que desde los tres años de edad cantaba y bailaba cuando se reunía la familia.Un día mi abuelo dijo: ‘Elle montrerá sur les planches’; quiere decir ‘ella se subirá sobre las tablas’. Y, efectivamente, yo hice mucho teatro en París. Me encantaba actuar”.
Hija de un diseñador industrial, propenso a la literatura, que murió de apenas 38 años a causa de ese mal que azotó los inicios del siglo XX llamado tuberculosis, y de una madre que definirá como extraordinaria, fuerte, a quien le tocó criar tres hijas a solas, Janine no tardará en ufanarse, desdoblada: “Mamá sufrió mucho cuando Janine le dijo un día: ‘Yo me voy a Venezuela’. Eso fue devastador para ella porque Janine era, de las tres, quizás la más brillante. Luego lo comprendió”. Así, del teatro saltó al Derecho, y en tercer año declinó para graduarse como secretaria de dirección, “que en Francia era la persona de confianza de cualquier gran industrial o ejecutivo. Y así fue hasta que yo dejé de trabajar cuando me vine a Venezuela”.
¿Y entonces aquí conoció a Oswaldo Vigas, al maestro? “Esa es una linda historia. Justamente ese episodio va con el trabajo porque en ese momento yo era la secretaria de un editor de música: Levi Álvarez, quien había editado el primer disco de música latinoamericana con un grupo de folklore que había venido a París au Théâtre des Champs-Élysées. Cuando vio ese potencial, editó esto y luego se ganó el gran premio de la academia. Así que de repente apareció una cantidad de latinoamericanos que estaban en París y que venían a verlo. Un día llegó una mujer, Hélène, que tenía una sección dedicada a las Juventudes Musicales de Francia, proponiendo un grupo venezolano. Y monsieur Álvarez, mi chef, me dijo: ‘Janine, a usted que le gusta todo lo que hable español, me va a representar. Voy a llamar a su mamá para decirle que mañana va a llegar un poco tarde’. Entonces le hice caso, y fue cuando conocí a los venezolanos de la época, incluyendo a Jesús Soto, Ángel Hurtado, Humberto Jaimes Sánchez —que tocaba con cucharitas— y Oswaldo Vigas —el maraquero. Entré y estaban tocando la Catira Rosa Angelina de Juan Vicente Torrealba. Y Janine era, para la época, de apenas diecisiete años, una catira rosangelina. De modo que todos se acercaron, Oswaldo me invitó a bailar joropo, y yo, como pude, lo bailé”.
Ella, gala por los cuatros costados, hija de padres oriundos del Midi-Pyrénées, ¿bailando al son del repique del arpa, “llamada por la cuerda”, Oswaldo zapateando y ella escobillando? La concurrencia estaba atónita, como eufórico el auditorio cuando el maestro Vigas recibió, en 1993, la orden de Caballero de las Artes y las Letras de parte del entonces ministro de cultura francés, y le tocó hablar de los 12 años maravillosos que vivió en París, para al final cerrar, gracioso: “Además, como todo el mundo sabe, ¡yo estoy casado con una francesa de la Francia profunda!”. Sobre lo que Janine agregará: “Eso hizo reír a toda la gente. Sí, yo soy una francesa de la Francia profunda, es decir, de pura raza francesa. De, oui, de la provincia, de los que realmente conservan su identidad”. Sin embargo, lo dice risueña, en un modo salpicado de chanza y sonrojo, porque en Janine no hay poses, ni orgullos, ni altiveces. Tampoco altavoces. Ella es como un riachuelo que se sabe cristalino, pleno, tibio, dispuesto en el mundo para hidratar, espejear, alimentar, subyugar.
En un documental, Janine Castès confesaba que el maestro empezaba a ser Oswaldo Vigas a las seis de la tarde; ante lo que uno se pregunta: ¿entonces a qué hora se dedicaba a Janine? “Ay, yo bajaba mucho con él al taller. Bueno, sí, Oswaldo era un nocturno. Y yo, que había nacido lo contrario, ¿cómo se dice esto?, que me encantaba la mañana, tuve que habituarme. Hoy en día me cuesta una barbaridad acostarme antes de las dos de la mañana. Una vez que todo ese bululú del día se ha terminado, yo estoy tan feliz de noche leyendo y respondiendo mis correos. Veo las noticias francesas a las siete de la noche. A veces me agarra una película que yo he querido ver toda mi vida, y me quedo ahí. Entonces, a las 8:30 pm he cenado, y comienza mi noche. Las nueve, 10, 11, 12, una, dos… son mis horas”.
Dicen que el amor de Janine y Oswaldo fue un amor sin precedentes, aun cuando al valenciano pintor, muralista, ceramista, grabadista, escultor, tapissier y hasta poeta —un renacentista moderno— lo nimbaran todas las ninfas posibles a partir de su apostura y talento. Janine lo revalida: “Ay, el nuestro fue un amor completico. Yo lo comprendía, él me comprendía. Yo no hubiera aceptado nunca que me engañara. Oswaldo era muy buenmozo y lo rondaban. Era inteligente, interesante y todas estas cosas. Pero fue, fue completo. Un amor de entendimiento. Nuestra manera de vivir, de ver la vida, de ver el arte, de todas estas cosas, no sé cómo decirle. Fuimos tan unidos, tan unidos… ayayay. [Se le quiebra la voz; las lágrimas surcan su rostro]. Me hace mucha falta todavía, Oswaldo, y me va a hacer falta toda la vida. Pero ahorita acabo de tener una gran compensación: mi primer nieto a los 81 años”.
El León de Oro de Venecia en septiembre de 2015 por el filme Desde allá y el bebé en diciembre del mismo año, ambos productos de Lorenzo, el cineasta, su unigénito. “Pero Lorenzo es un gran logro de Oswaldo y Janine. ¿Por qué? Porque son pocos los hijos de artista, hijo único además, que llegan a ser lo que ya es Lorenzo, que estudió otras cosas: ciencias del mar, biología marina. Luego él estaba a punto de tener un doctorado en biología celular, sí señor. Entonces, y de repente, brotó la pasión del cine que se desarrollaba desde sus 15 años, porque a esa edad le regalamos un Súper-8. A partir de ese momento, que Lorenzo tuvo una cámara entre las manos, aquí en el taller de su papá, con sus amigos del Colegio Francia, se hicieron no sé cuántas películas. Con nuestra colección de arte precolombino hizo una que se llamó el monstruo de no sé qué cosa. Bueno, ese es Lorenzo”.
Se cuenta que el maestro Vigas era un sibarita total. Se sabe que Janine es buen diente, pero también una princesa. Habiendo tenido una abuela, una mamá y una hermana mayor cuisinières, nunca necesitó adentrarse en los fogones y nunca le gustaron las estufas. Pero cuando decidía hacer algo —como por ejemplo su famoso conejo en gibelotte— entonces abría el libro con la receta y lo seguía paso a paso, gramo por gramo, y le salía perfecto; pero así, sin inventar, todo lo contrario a Vigas. “Oswaldo fue un cocinero nato. Cuando yo lo conocí en París, él cocinaba y los amigos iban a comer. Siempre le gustó la buena comida e inventó unos platos muy, muy ricos. Hacía la brandade de morue —brandadade bacalao— a su manera, que era una maravilla. Todas las cosas del mar, el pulpo, pescados al horno, legumbres al horno”.
Artista plástico de cotización internacional, poeta, cocinero, pariente del prócer Antonio José de Sucre, esposo atento, “de un amor completico”, padre ejemplar… ¿habría algo que reprocharle al genio? Y Janine desliza —alzando la mirada, recorriendo el espacio, perdiéndose entre trazos, monturas, recuerdos, crucifixiones, curanderas, cuadros inconclusos, el taburete del niño Lorenzo vuelto paleta fosilizada— “Sí, una cosa que le granjeó muchos enemigos: el hecho de ser tan directo, tan franco. Cualquier cosa que le preguntaban, él respondía en el acto sin tapujos y con lo que sentía. Oswaldo tiene un poema que dice: ‘Yo pasé la mitad de mi vida insultando a la gente, y la otra mitad pidiéndoles perdón’”.
Con más de 80 años a cuestas, Janine no comulga con el arte contemporáneo; prefiere el moderno porque le cuesta muchísimo aceptar que una cosa tirada en el suelo, sin ningún interés aparente, sea una gran obra de arte. “Yo acabo de visitar el Museo Van Gogh de Ámsterdam. Me puse a llorar por lo menos tres veces viendo esos cuatro pisos llenos del postimpresionista”, refiere. Pero confiesa apreciar la obra de jóvenes pinceles criollos como Astolfo Funes, Julián Villafañe, José Vívenes, Paul Parrella y Carlos Anzola. “No sé qué pensar del futuro del arte. El arte se ha ido por caminos tan diferentes, pero yo creo que volverá. Hay un personaje venezolano muy conocido que un día dijo: ‘Ha terminado el tiempo de los cuadros colgados de un clavito’. Entonces a esto, Marta Traba —encumbrada crítica y escritora argentino-colombiana de la época— le respondió muy fuerte con un martillazo en el clavito. Eso es la historia del arte en Venezuela”.
Venezuela, la barbárica, la primigenia, el sofisticado animal untado de petróleo que no sabe todavía por qué su piel no respira. Venezuela, la del bellísimo pabellón en Venecia —diseñado por el célebre arquitecto Carlo Scarpa— que dejaron en el olvido y tardaron en restaurar. Venezuela, la contradictoria, la que unió a Oswaldo y Janine. “Luego de bailar aquel joropo en París, Oswaldo me acompañó al metro, y naturalmente que a mí me gustó que fuera él y no otro. En el camino me dijo: ‘Señorita, ¿qué es para usted Venezuela?’. Entonces le dije: ‘Bueno, señor, un país primitivo’. A lo que me increpó: ‘¿Y usted me ve a mí primitivo?’. Tuve que jurarle: ‘¡No, a usted no!’”.
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